9 abril 2013
Marx y Spencer (la cadena de tiendas inglesa) han triunfado sobre Marx y Engels”, sentenció Margaret Thatcher cuando –en el apogeo de su carrera política– proclamó el triunfo del neoliberalismo
en su país. Nunca hubo milagro en el thatcherismo, sólo ingresos
extraordinarios durante la década del ochenta gracias la destrucción
sistemática de todas las medidas de protección social junto con la venta
de un par de joyas de la corona halladas en el desván del imperio: las
empresas estatales y el petróleo del Mar del Norte.
Con puntillosidad británica, Thatcher ejecutó las recetas
neoliberales como la privatización de empresas estatales, la reforma de
los sindicatos, la reducción de impuestos y la rebaja del gasto social.
Por una parte, consiguió reducir la inflación pero, por otra, no supo
contener el desempleo, que aumentó drásticamente durante sus años en el
cargo. Su política causó sufrimiento a millones de personas abandonadas
por el Estado de bienestar y provocó un fanatismo mercantilista que, con
los años, llevó al sistema a su peor crisis en cerca de un siglo.
La era Thatcher tuvo su punto de partida con su victoria electoral en
1979, que revalidaría en dos ocasiones y que le permitió liderar el
gobierno británico hasta 1990. Esos once años en el poder representaron
un hito en la política de Reino Unido del siglo XX, acostumbrada a
primeros ministros menos duraderos. Esos once años no sólo supusieron
una etapa clave en la historia británica, sino la institucionalización
de un sistema político, el “thatcherismo”, con tantos adeptos como
detractores, y cuyas consecuencias los británicos sufren aún hoy.
Sus admiradores señalan que la Dama de Hierro resucitó el mito del
imperio británico, aunque este fuese en realidad un apéndice de EE UU.
Para sus críticos, fue una ideóloga que legitimó las desigualdades,
deterioró la educación y la sanidad, causó un terrible daño a los
servicios públicos, prostituyó la prestigiosa BBC y destruyó el
arraigado sentido de solidaridad y de orgullo cívico de los británicos.
Fue en el conflicto de Malvinas cuando la Thatcher vivió uno de los
momentos cruciales de su carrera. Contra las predicciones y opiniones,
esta vez de una mayoría de su gabinete, decidió que la recuperación de
las islas por parte de la dictadura militar argentina no podía quedar
impune y envió su flota a retomarlas a sangre y fuego. La superioridad
británica fue irresistible. No hubo excesivas bajas y la Thatcher sería
reelegida con una mayoría de 144 escaños.
Thatcher nunca olvidó el apoyo, casi en solitario, de Reagan a su
guerra para retener las Malvinas, convirtiendo al Reino Unido en una
prolongación de la estrategia global estadounidense.
Permitió el uso del territorio británico para bombardear Libia en los
’80, respaldó la guerra de las galaxias estadounidense para debilitar a
la URSS y, por medio de su relación con Mijail Gorbachov, jugó un papel
clave en la implosión del bloque soviético.
En 1984, la primera ministra sobrevivió a un atentado del IRA que
tenía por objetivo la cumbre del Partido Conservador celebrada en
Brighton.
Pragmática pero constante, no le importó la ocasional impopularidad y
libró una batalla contra los sindicatos, a los que acusaba de tener
excesivos privilegios. Eliminó, por ejemplo, la costumbre de votar a
mano alzada en las asambleas sindicales, estableció el voto secreto para
decidir si se iba a una huelga, y el enfrentamiento decisivo con los
mineros, en el que pararon durante un año, se saldó con la derrota
sindical. La Premier que venía reforzada por su clamorosa victoria en
las Malvinas, no tendría pelos en la lengua en la refriega con los
sindicatos, declaró que igual que se había vencido al enemigo del
exterior (Argentina) “había que vencer al del interior” (los mineros)
porque eran más peligrosos.
En la elección de 1988 también arrasó.
Después de festejar sus once años en Downing Street, el carisma de
Thatcher fue quedando eclipsado por iniciativas que generaron
conflictos, incluso a miembros de su propio partido, y su buena estrella
comenzó a eclipsarse: la disputa con algunos de sus ministros sobre la
Unión Europea alimentó una conspiración que la desalojaría del poder.
Entre sus decisiones más controvertidas figura el “poll tax”, un
impuesto local que obligaba a todos a contribuir por igual y que generó
importantes disturbios sociales, y su oposición a una mayor integración
en Europa. Presionada por su partido, Thatcher terminó dimitiendo en
noviembre de 1990, tras lo cual John Major se convirtió en líder “tory” y
primer ministro.
Los “tories” reivindican ahora su estatura como estadista en la
escena internacional, “vencedora” en segunda instancia de la Guerra Fría
y precursora del euroescepticismo que en su día incitó a la revuelta
interna en su partido, pero que el tiempo ha terminado reconociendo.
“¿Vamos a tener una moneda única que no podemos controlar y vamos a
ser incapaces de determinar nuestros propios tipos de interés?”, fue la
pregunta que dejó en el aire Margaret Thatcher en su última entrevista
como primera ministra, cuando sus miembros de gabinete Geoffrey Howe y
Nigel Lawson habían roto ya filas con ella y alentaban la conspiración
al estilo Rey Lear.
Los ojos vidriosos de la Dama de Hierro en su despedida de Downing
Street lo dijeron todo. Durante años, y pese a ceder finalmente el timón
a su “delfín” John Major, la sensación de haber sido víctima de una
traición la persiguió hasta su último minuto de vida. En 1992, temiendo
la disolución inevitable de su legado, llegó a suplicar desde las
páginas de Newsweek: “¡No deshagan mi trabajo!”.
Thatcher escribió dos libros de memorias que fueron publicados en
1993 y 1995. Sin embargo, con la llegada del nuevo siglo comenzaron
también los problemas de salud de la no tan de hierro Margaret Thatcher.
En 2001 y 2002 sufrió una serie de accidentes cerebrovasculares que
provocaron que redujera sus apariciones públicas y cancelara sus
actividades como oradora. La familia de la ex primera ministra admitió
en 2008 que padecía demencia senil por lo que desde hace más de una
década confundía la guerra de los Balcanes con la de Malvinas y se
sorprendía cada vez que le recordaban que su marido Denis había
fallecido. ¿Qué oscuro lugar en los laberintos de su mente habrá ocupado
el hundimiento del crucero General Belgrano?
“Hundimos ese barco porque era peligroso para nuestros barcos (…)
Había órdenes de hundirlo y fue hundido. Estaba en un área peligrosa
para nuestros barcos. Ya lo he dicho por cuarta vez”, dijo Thatcher sin
mostrar jamás el menor remordimiento de conciencia. Ni siquiera un ápice
de duda o de empatía.
En su historia del siglo XX, Tiempos Modernos, el historiador
británico Paul Johnson sólo dedica a Margaret Thatcher una línea. “(Con
ella) Gran Bretaña inicia en 1979 una dolorosa readaptación (…) y
regresa al mercado”, escribe el flemático autor británico que en 1989
derramó ríos de tinta cuando la revista Time proclamó a Maggie una de
las veinte personalidades que moldearon el siglo XX.
El tiempo ha limado las peores aristas de esta mujer que rigió los
destinos de los británicos. Dos décadas después de su caída, “Maggie”
sigue polarizando a la población británica, en un camino paralelo al
trazado en Estados Unidos por su incombustible aliado en la
“contrarrevolución” conservadora, Ronald Reagan. Pese a que es ahora,
precisamente, cuando los británicos en particular y los europeos en
general, están pagando la auténtica factura de la desregulación de
Thatcher y Reagan.
Sin embargo, tanto con el estreno de la película La Dama de Hierro,
con Meryll Streep como en el mundo político, parece existir un pacto
para silenciar el debate sobre el infausto legado de Maggie porque su
impronta en bastantes aspectos ha perdurado. Cuando llegaron al poder
prometiendo “la tercera vía”, los socialistas de Tony Blair
prácticamente no tocaron la legislación laboral introducida por la
Thatcher.
La “Dama de Hierro” ha muerto de un derrame cerebral. Su deceso se
produce un año después del 30º aniversario de la Guerra de Malvinas, que
fue el punto de inflexión de su mandato, y del colapso de un
neoliberalismo demente y senil que pretende sobrevivir a una de sus más
destacadas adalides.
(Tomado de Contrainjerencia)
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