20 marzo 2013
Cuando las fuerzas estadounidenses entraron a Bagdad prometieron al
mundo que la nación árabe se convertiría en un paradigma de democracia y
prosperidad, que los árabes de países vecinos irían allí a buscar
oportunidades mejor vida. Diez años después, aquel pronóstico
norteamericano parece un irrespetuoso chiste de mal gusto.
La mayoría de los iraquíes carecen de agua potable, los servicios
públicos (educación, salud y electricidad) son muy precarios, casi un
millón y medio de desplazados no pueden o no quieren regresar a la
nación, una fragilidad política extrema, y solo el 40 por ciento de los
ciudadanos tiene trabajo; lo único que funciona a la perfección (fíjense
que interesante) es la industria petrolera con sus 73 mil millones de
dólares anuales. ¿Casualidad? No.
Pero sobre el infierno iraquí hay mucha información para quien desee
buscarla, concentremos este comentario en otro aspecto. ¿Cuál es la
segunda gran víctima de la guerra contra Iraq? Sin dudas Estados Unidos, o para ser más específico, el pueblo norteamericano y en cierto sentido también su gobierno.
Más de cuatro mil muertos, familias destrozadas por la pérdida de un
hijo, un padre o un hermano; miles de veteranos de guerra con trastornos
psicológico o mutilados, quienes, por ciento, reciben una atención
médica deficiente. La guerra costó casi dos billones de dólares. ¿De
dónde salió ese dinero? ¿De las cuentas privadas? No, de los impuestos
cobrados a los contribuyentes norteamericanos. En resumen, el pueblo
estadounidense ha sido otra de las víctimas, y todo por mentiras: las
falsas armas de destrucción masiva, los falsos vínculos de Saddam
Hussein con Osama Bin Laden, las falsas intenciones de llevar la
democracia, la paz y la prosperidad a ese pueblo.
A nivel político y estratégico, Iraq también provocó lesiones y
cambios en el sistema norteamericano. Washington vivió uno de sus
mayores descréditos a nivel internacional, levantó ronchas en algunos de
sus aliados (ejemplo clásico Turquía) y uno de los mayores beneficiados
de la contienda resultó ser Irán, el gran enemigo en la región.
La terrible experiencia en Iraq y Afganistán forzaron cambios en la
estrategia militar, se acabaron los grandes despliegues de tropas o las
guerras sin estrategias de salidas. El presidente Barack Obama
prefiere la guerra con drones, ahora un soldado desde Estados Unidos
controla por computadora un avión no tripulado que mata civiles en
Pakistán o en cualquier región del mundo. Ya no hay bajas, ni grandes
gastos en logística; quizás sí más escándalos políticos, pero eso no es
de mucha importancia en la Casa Blanca.
Y qué curioso, es en Estados Unidos también donde están los
ganadores, me refiero a las grandes empresas, incluido el sector
petrolero (no por gusto lo único que funciona en el país árabe).
Teóricamente Washington gastó 60 mil millones de dólares en la
reconstrucción de Iraq, dinero público que pasó a manos privadas, de ese
monto se robaron unos ocho mil millones. ¿Quienes robaron? ¿Los
empresarios iraquíes? No, los norteamericanos. Al final Iraq es eso, un
negocio. Lo que me gustaría saber ahora es cómo están hoy las
consciencias de los artífices: George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar.
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