El Che y su madre: La piedra
12 mayo 2013
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Este es un impactante relato testimonial escrito por el Che en el Congo.
Ocupa en su versión original, de la que fue tomado, diez caras de su
libreta de apuntes, y está escrito allí directamente, con pocas
correcciones en sus páginas.
El tema del relato —el anuncio de la posible muerte de
Celia, su madre— ubica su escritura en algún momento posterior al 22 de
mayo de 1965. Osmany Cienfuegos llevó al Che ese día “la noticia más
triste de la guerra: en conversación telefónica desde Buenos Aires
informaban que mi madre estaba muy enferma, con un tono que hacía
presumir que ese era simplemente un anuncio preparatorio. (…) Tuve que
pasar un mes en esa triste incertidumbre, esperando resultados de algo
que adivinaba pero con la esperanza de que hubiera un error en la
noticia, hasta que llegó la confirmación del deceso de mi madre”.
En medio de “esa triste incertidumbre” Che construye este
relato de fuerte tono introspectivo, en el que conviven las reflexiones
filosóficas, la ironía, el dolor y la ternura. Es probablemente el
relato más crudo, intenso y conmovedor que haya escrito.
LA PIEDRA
Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un
responsable, y lo agradecí. No me mintió preocupación o dolor y traté de
no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple!
Además había que esperar la confirmación para estar oficialmente
triste. Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser,
porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a
sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus
soldados, tal vez.
—Fue un amigo de la familia, le telefonearon avisándole que estaba muy grave, pero yo salí ese día.
—Grave, ¿de muerte?
—Sí.
—No dejes de avisarme cualquier cosa.
En cuanto lo sepa, pero no hay esperanzas. Creo.
Ya se había ido el mensajero de la muerte y no tenía confirmación.
Esperar era todo lo que cabía. Con la noticia oficial decidiría si tenía
derecho o no a mostrar mi tristeza. Me inclinaba a creer que no.
El sol mañanero golpeaba fuerte después de la lluvia. No había nada
extraño en ello; todos los días llovía y después salía el sol y apretaba
y expulsaba la humedad. Por la tarde, el arroyo sería otra vez
cristalino, aunque ese día no había caído mucha agua en las montañas;
estaba casi normal.
—Decían que el 20 de mayo dejaba de llover y hasta octubre no caía una gota de agua.
—Decían… pero dicen tantas cosas que no son ciertas.
—¿La naturaleza se guiará por el calendario? No me importaba si la
naturaleza se guiaba o no por el calendario. En general, podía decir que
no me importaba nada de nada, ni esa inactividad forzada, ni esta
guerra idiota, sin objetivos. Bueno, sin objetivo no; solo que estaba
tan vago, tan diluido, que parecía inalcanzable, como un infierno
surrealista donde el eterno castigo fuera el tedio. Y, además, me
importaba. Claro que me importaba.
Hay que encontrar la manera de romper esto, pensé. Y era fácil
pensarlo; uno podía hacer mil planes, a cual más tentador, luego
seleccionar los mejores, fundir dos o tres en uno, simplificarlo,
verterlo al papel y entregarlo. Allí acababa todo y había que empezar de
nuevo. Una burocracia más inteligente que lo normal; en vez de
archivar, lo desaparecían. Mis hombres decían que se lo fumaban, todo
pedazo de papel puede fumarse, si hay algo dentro. Era una ventaja, lo
que no me gustara podía cambiarlo en el próximo plan. Nadie lo notaría.
Parecía que eso seguiría hasta el infinito.
Tenía deseos de fumar y saqué la pipa. Estaba, como siempre, en mi
bolsillo. Yo no perdía mis pipas, como los soldados. Es que era muy
importante para mí tenerla. En los caminos del humo se puede remontar
cualquier distancia, diría que se pueden creer los propios planes y
soñar con la victoria sin que parezca un sueño; solo una realidad
vaporosa por la distancia y las brumas que hay siempre en los caminos
del humo. Muy buena compañera es la pipa; ¿cómo perder una cosa tan
necesaria? Qué brutos.
No eran tan brutos; tenían actividad y cansancio de actividad. No
hace falta pensar entonces y ¿para qué sirve una pipa sin pensar? Pero
se puede soñar. Sí, se puede soñar, pero la pipa es importante cuando se
sueña a lo lejos; hacia un futuro cuyo único camino es el humo o un
pasado tan lejano que hay necesidad de usar el mismo sendero. Pero los
anhelos cercanos se sienten con otra parte del cuerpo, tienen pies
vigorosos y vista joven; no necesitan el auxilio del humo. Ellos la
perdían porque no les era imprescindible, no se pierden las cosas
imprescindibles.
¿Tendría algo más de ese tipo? El pañuelo de gasa. Eso era distinto;
me lo dio ella por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo
amoroso. La dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En
realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para
aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta en la
muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría
pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y
tal vez saldría en el Life con una mirada agónica y desesperada fija en
el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a qué negarlo.
Por el humo, anduve mis viejos caminos y llegué a los rincones
íntimos de mis miedos, siempre ligados a la muerte como esa nada
turbadora e inexplicable, por más que nosotros, marxistas-leninistas
explicamos muy bien la muerte como la nada. Y, ¿qué es esa nada? Nada.
Explicación más sencilla y convincente imposible. La nada es nada;
cierra tu cerebro, ponle un manto negro, si quieres, con un cielo de
estrellas distante, y esa es la nada-nada; equivalente: infinito.
Uno sobrevive en la especie, en la historia, que es una forma
mistificada de vida en la especie; en esos actos, en aquellos recuerdos.
¿Nunca has sentido un escalofrío en el espinazo leyendo las cargas al
machete de Maceo?: eso es la vida después de la nada. Los hijos;
también. No quisiera sobrevivirme en mis hijos: ni me conocen; soy un
cuerpo extraño que perturba a veces su tranquilidad, que se interpone
entre ellos y la madre.
Me imaginé a mi hijo grande y ella canosa, diciéndole, en tono de
reproche: tu padre no hubiera hecho tal cosa, o tal otra. Sentí dentro
de mí, hijo de mi padre yo, una rebeldía tremenda. Yo hijo no sabría si
era verdad o no que yo padre no hubiera hecho tal o cual cosa mala, pero
me sentiría vejado, traicionado por ese recuerdo de yo padre que me
refregaran a cada instante por la cara. Mi hijo debía ser un hombre;
nada más, mejor o peor, pero un hombre. Le agradecía a mi padre su
cariño dulce y volandero sin ejemplos. ¿Y mi madre? La pobre vieja.
Oficialmente no tenía derecho todavía, debía esperar la confirmación.
Así andaba, por mis rutas del humo cuando me interrumpió, gozoso de ser útil, un soldado.
—¿No se le perdió nada?
—Nada— dije, asociándola a la otra de mi ensueño.
—Piense bien.
Palpé mis bolsillos; todo en orden.
—Nada.
—¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.
—Ah, carajo.
Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada
necesario, vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario?
Vegetativamente sí, un ser moral no, creo que no, al menos.
Hasta sentí el chapuzón en el recuerdo y me vi palpando los bolsillos
con rigurosa meticulosidad, mientras el arroyo, pardo de tierra
montañera, me ocultaba su secreto. La pipa, primero la pipa; allí
estaba. Los papeles o el pañuelo hubieran flotado. El vaporizador,
presente; las plumas aquí; las libretas en su forro de nylon, sí; la
fosforera, presente también, todo en orden. Se disolvió el chapuzón.
Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de
mi mujer y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato este,
ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo.
¿Era clemente o vengativo, o solo impersonal como un jefe, el arroyo?
¿No se llora porque no se debe o porque no se puede? ¿No hay derecho a
olvidar, aún en la guerra? ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo?
Qué se yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de
que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella
me diga: “mi viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su
mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como
si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores
rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y
palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea
y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario
pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese
“mi viejo”…
—¿Está fuerte? A mí también me hace efecto; ayer casi me caigo cuando me iba a levantar. Es que no lo dejan secar bien parece.
—Es una mierda, estoy esperando el pedido a ver si traen picadura
como la gente. Uno tiene derecho a fumarse aunque sea una pipa,
tranquilo y sabroso ¿no?…
(Tomado de La Fogata)
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