Por Ricardo Alarcón de Quesada
Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular
Temprano en la mañana del sábado 12 de septiembre de 1998, el FBI informó a Ileana Ros-Lehtinen. y Lincoln Díaz Balart, alabarderos de la mafia batistiana y terroristas de Miami, que acababa de arrestar a cinco supuestos “espías” residentes allí.
Aunque la delegación congresional de la Florida está compuesta por 25 individuos, ningún otro recibió aviso anticipado de los investigadores. En ese momento el FBI desconocía la identidad de tres de los detenidos y los otros dos poseían la ciudadanía norteamericana. Los “legisladores” mencionados no ocupan posiciones en el Congreso relacionadas con materias de seguridad o inteligencia. ¿Por qué privilegiarlos? ¿Por qué compartir con ellos una “investigación” aun no divulgada?
La acusación formal no se produciría hasta cuatro días después, pero ya desde el primer instante estaba claro que se trataba de un operativo de carácter político- represivo cuya finalidad no era otra que favorecer al sector más agresivo y violento de quienes han convertido el sur de la Florida desde 1959 en la base principal para su guerra contra Cuba.
Los grupúsculos contrarrevolucionarios y los políticos y funcionarios a ellos estrechamente vinculados, desataron de inmediato una frenética e histérica campaña para estigmatizar a los jóvenes prisioneros. Allá, donde casi todos los medios impresos, radiales y televisivos están controlados por esa mafia u operan bajo su amenaza constante, no hubo un día sin que se publicaran artículos o informaciones, incluyendo declaraciones de funcionarios oficiales, en que se les calumniaba y denigraba presentándolos como peligrosos enemigos de la sociedad.
Se ocultaba la verdadera razón de su injusto encarcelamiento. Nada se publicó sobre la limpia y noble trayectoria de sus vidas ejemplares, en Cuba y en Estados Unidos, como estudiantes, trabajadores, padres de familia o ciudadanos, nada sobre el generoso y admirable sacrificio por salvar a su Patria y a su pueblo. Ni una palabra se divulgó tampoco sobre lo que había ocurrido con ellos desde la madrugada de aquel 12 de septiembre, ni en las brutales condiciones en que sufrían uno de los peores sistemas carcelarios que el hombre ha sido capaz de imaginar.
Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Fernando González, Antonio Guerrero y René González son víctimas de una abominable injusticia y de un trato cruel, inhumano y es prueba irrefutable de la arbitrariedad y la ilegitimidad del proceso judicial a que fueron sometidos. Desde el día de su arresto hasta el 3 de febrero del año 2000, durante 17 meses, se les mantuvo en confinamiento solitario, aislados entre sí y de los demás presos. Permanecieron enclaustrados todo el tiempo en el “hueco”, vocablo que intenta describir lo más infame del tratamiento que ese país reserva a una parte de sus detenidos. Fue tenaz la gestión de sus representantes legales hasta conseguir que, finalmente, se les integrase al sistema carcelario regular. Pero haberlo logrado no reduce en nada la injustificable atrocidad cometida con ellos, que era, además, una violación de las propias regulaciones penitenciarias norteamericanas, las cuales establecen el confinamiento sólo como castigo por infracciones cometidas en la prisión y lo limitan a 60 días para los casos más graves como los de asesinato. Obviamente antes de entrar a la prisión ellos no habían transgredido ninguna de sus normas ni han asesinado nunca a nadie. Sin embargo, se le mantuvo en total aislamiento, vale la pena repetirlo, durante 17 meses.
Durante ese largo período, les fue imposible mantener una comunicación adecuada con sus abogados y preparar su defensa con las garantías mínimas del debido proceso. Si en Miami existiese algo parecido a la justicia por ese sólo hecho, el Tribunal debería haber dispuesto su liberación y obligado al Gobierno a las reparaciones pertinentes.
Pero en Miami, por lo que respecta a Cuba, no existe nada que, aún de lejos, se asemeje a la justicia.
Hay que señalar la encomiable labor realizada, a pesar de todo, por la defensa. Los cinco acusados no tenían abogados propios y carecían de recursos financieros para contratarlos. En consecuencia les fueron asignados defensores públicos, de oficio, con los que no tenían relación alguna. Los letrados, sin embargo, al conocer a sus defendidos fueron capaces de apreciar la pureza de sus motivaciones, la nobleza y el heroísmo de su conducta y a pesar de las profundas diferencias ideológicas que de ellos los separan –y de las que dejaron constancia en el juicio- los llevó al convencimiento de su absoluta inocencia que se reflejó en el empeño personal que pusieron, junto a su calidad profesional, en defenderlos.
Mientras los cinco héroes resistían en las sombras y en la mayor soledad, sus cobardes enemigos ocupaban día y noche cámaras, micrófonos y rotativas para despotricar contra ellos, para amenazar a sus familiares y a sus amigos y también...para administrar la “justicia” al estilo miamense. Fue así como podía leerse en los libelos de esa ciudad detalles sobre el llamado proceso judicial incluyendo nuevos cargos acusatorios que la Fiscalía habría de formular meses después. De ese modo se supo, por ejemplo, de la más aberrante, absurda y absolutamente falsa acusación –conspiración para asesinar- presentada por primera vez por la Fiscalía en mayo de 1999 cuando los prisioneros llevaban ocho meses de encarcelamiento totalmente aislados, y luego de una desvergonzada operación en la prensa de la mafia batistiana y terrorista y de reuniones públicas y privadas entre fiscales y mafiosos, en las que se anunciaba abiertamente los planes para lanzar la mendaz imputación.
Era impensable realizar allí un juicio que tuviese siquiera las apariencias de un proceso legal normal. Que era imposible había sido demostrado plenamente, aun antes de la selección del Jurado. Pero las reiteradas solicitudes fueron rechazadas por Joan Lenard, la jueza federal de Miami a la que el caso fue asignado.
Paralelamente se producía algo que alcanzó notoriedad en la prensa internacional. Preocupados por las amenazas de acciones violentas que se anunciaban sin tapujos, el jurado de los premios Grammy Latinos decidió trasladar a Los Ángeles la ceremonia originalmente programada para Miami. Si allí no es posible juzgar en paz la actuación de algunos de los mejores artistas cubanos, si allí no había seguridad para los participantes en un concierto, como denunciaron públicamente sus organizadores, ¿a quién se le puede ocurrir que fuera posible un juicio sereno e imparcial a personas objeto de la más feroz campaña denigratoria y que eran presentados como “peligrosos” agentes de la Revolución cubana?
Ella no dio ninguna razón para que el juicio tuviera que ser celebrado allí, sólo allí y no en cualquier otra parte. Pero algo dijo a la prensa la señora Lenard que pudiera ser clave para entender su tozuda insistencia: “este proceso será mucho más interesante que cualquier programa de televisión” , anunció, docta y severa, el 16 de marzo de 2000.
La televisión local, por cierto, resultaba imprescindible para entender el proceso. Aunque es justo reconocer que a los abogados de oficio encargados de la defensa no se les encerró en el “hueco” como a sus defendidos y que a diferencia de éstos, a ellos se les permitió leer diarios, ver televisión o escuchar radio, también hay que apuntar que fue por esos medios, mucho antes que por cualquier comunicación oficial, que los letrados recibían noticias de los pasos que daba la Fiscalía, las supuestas “pruebas” que alegaban poseer, los cargos que pudiera imputarles y hasta acerca de las mociones que ellos presentaron en obstinado esfuerzo por introducir alguna legalidad en medio de la arbitrariedad y el fraude.
Por si todo lo anterior fuera poco, en las sesiones del tribunal quedaron demostradas numerosas violaciones a los procedimientos que viciaban aun más un proceso amañado y nulo desde su origen. Los abogados defensores no tuvieron acceso a la totalidad de las “evidencias” que sustentaban la acusación, las cuales fueron administradas selectivamente por la Fiscalía, que en más de una ocasión, frente a reiteradas protestas, introdujo sorpresivamente centenares de páginas de nuevas “pruebas” o impidió el examen completo de la documentación; no se accedió a la solicitud de la defensa para que se considerasen pruebas, incluso documentos oficiales, que eran fundamentales para el esclarecimiento de los hechos imputados; algunos testigos fueron presionados abiertamente por los fiscales, ante la jueza, en el propio tribunal, a la vista de todos, amenazándolos con acusarlos a ellos también si revelaban determinadas informaciones; el tribunal entregó a los voceros de la contrarrevolución más de 1.400 páginas de documentación seleccionada por las autoridades que, manipuladas groseramente en la prensa local, alimentaron su incesante y deleznable propaganda para demonizar a los acusados; esos medios y las bandas terroristas que allá operan libremente, organizaron manifestaciones públicas para presionar al jurado y a la jueza.
Porque, pese a todo, la mafia llegó a preocuparse seriamente por el desarrollo del juicio. Consciente de la absoluta falsedad de las acusaciones, temía que el veredicto fuese desfavorable a sus propósitos. La alarmaba, especialmente, que los abogados defensores, dando muestra de talento y elevada profesionalidad, habían desenmascarado las turbias maniobras de los fiscales y colocado a la mafia en el banquillo de los acusados.
Las pruebas y los argumentos de la defensa fueron aplastantes, demostraron las actividades terroristas que contra Cuba se realizan desde Miami y la tolerancia cómplice de las autoridades que hace necesario al pueblo cubano defenderse con el esfuerzo heroico de hombres como los que eran acusados; dejaron en claro que ellos no habían buscado informaciones que afectasen a la seguridad norteamericana ni habían causado daño alguno a nadie; en ese sentido dieron testimonio oficiales del propio FBI y del Comando Sur y altos jefes militares que habían desempeñado muy importantes responsabilidades en las fuerzas armadas norteamericanas, como los generales Whilhem, ex comandante en jefe del Ejército para Inteligencia; el almirante Eugene Carroll, ex vicejefe de Operaciones Navales, y el coronel George Buckner, que ocupó una posición destacada en el Comando del Sistema de Defensa Aérea de Norteamérica. Incluso el general James Clapper, ex director de DIA (Agencia de Inteligencia del Pentágono) quien compareció en el juicio como experto de la Fiscalía, reconoció que los acusados no habían hecho espionaje contra Estados Unidos.
Al cabo de cinco meses de batalla argumental, en condiciones sumamente difíciles y hostiles, en la Sala del Tribunal sobresalía la total inocencia del Gerardo, Ramón, Fernando, René y Antonio y la culpabilidad de sus acusadores.
Los acusados no habían realizado ninguna actividad de espionaje, no habían obtenido ni buscado información alguna relacionada con la seguridad, la defensa o cualquier otro interés de los Estados Unidos. Nada hicieron para causar daño a ese país o a sus ciudadanos. No fue presentada ninguna prueba inculpatoria. No apareció ningún testigo que pudiese sostener la acusación.
Su abnegada labor se había concentrado, única y exclusivamente, en infiltrar a grupos terroristas e informar a Cuba sobre sus planes agresivos. Ellos nunca lo ocultaron. En el juicio fue detalladamente comprobado que desde la Florida se llevan a cabo numerosas acciones terroristas contra Cuba frente a las que nada hacen las autoridades de aquel país y que en consecuencia, en ejercicio de un derecho inalienable, Cuba tiene la obligación de defenderse frente a actividades que, como también fue demostrado, han ocasionado además pérdidas de vidas y graves daños al pueblo norteamericano.
La acusación más grave, formulada contra Gerardo Hernández –conspiración para asesinar relativa al incidente del 24 de febrero de 1996-, es una infamia colosal y una estupidez inaudita. Son largos los antecedentes sobre el empleo de avionetas que partiendo de Miami han realizado incontables y repetidas violaciones del territorio cubano y perpetrado numerosos crímenes, incluyendo ataques armados, sabotajes y lanzamientos de sustancias químicas y bacteriológicas. Todo ello fue ampliamente documentado durante el juicio. Como lo fue antes de esa fecha Cuba había advertido que no toleraría nuevas incursiones sobre su territorio. La acción defensiva cubana frente a quienes, una vez más, violaron su espacio aéreo exactamente frente al centro de su capital está en completo acuerdo con el derecho internacional. Pero independientemente de todo lo anterior, Gerardo nada tuvo que ver con la decisión llevada a cabo por la fuerza aérea cubana. No tuvo participación alguna, en ninguna forma, en lo ocurrido aquel día. Acusarlo por ello de asesinato en primer grado e imponerle una segunda cadena perpetua es sencillamente el colmo de ambas cosas, la infamia y la estupidez. Nunca antes se había condenado así a nadie sin un testigo, sin una solo prueba, sin siquiera alegar una evidencia circunstancial.
La mafia terrorista, desesperada, reconoció públicamente su derrota e intensificó su virulenta y estridente campaña para intimidar al tribunal en la medida que se acercaba la conclusión del juicio.
En ese ambiente se pronunció el jurado. Tras haber anunciado, con inusitada precisión, el día y el minuto exacto en que habría de pronunciarse, con insólita rapidez, en unas pocas horas, sin siquiera hacer una pregunta o expresar una duda, llegó a un veredicto unánime: los cinco fueron declarados culpables de todos y cada uno de los cargos.
Se impone un paréntesis respecto al jurado. Desde el proceso de la selección de sus integrantes estuvo todo el tiempo sometido a presiones y maniobras que ilustran el ambiente envilecido prevaleciente en una ciudad carente de legalidad. Ni siquiera los portavoces de contrarrevolución intentaban ocultarlo. El 2 de diciembre de 2000, por ejemplo, El Nuevo Herald, en artículo titulado “Miedo a ser jurado en juicio de espías” afirmaba: “El miedo a una reacción violenta por parte del exilio cubano si un jurado decide absolver a cinco hombres acusados de espiar para el régimen de la Isla, ha llevado a muchos potenciales candidatos a pedir a la jueza que los excuse del deber cívico” y citaba a uno de esos ciudadanos: “¡Sí!. Tengo miedo por mi seguridad si el veredicto no es del agrado de la comunidad cubana”.
Ese temor no era infundado. Los miembros del jurado vivían en una comunidad que poco antes había padecido meses de violencia y zozobra, donde un grupo de malhechores habían mantenido secuestrado, públicamente, a Elián González, un niño de seis años, desafiando con armas a las autoridades federales y habían pisoteado la bandera norteamericana, destruido propiedades, caotizado las calles y amenazando con incendiar la ciudad sin que ninguno hubiera sido llevado nunca ante un tribunal. Sabían, además, de los ataques físicos y verbales, de las amenazas y las explosiones de bombas contra quienes habían osado opinar de modo diferente a quienes controlan ese “exilio”. Si todo eso lo hicieron a la luz del día y frente a las cámaras de televisión del mundo entero, ¿qué no habrán hecho privadamente para sobornar y someter a una docena de personas amedrentadas?
En la misma sala del Tribunal comenzó la fiesta. Se les vio allí, confundidos entre besos y abrazos, a fiscales y mafiosos, a oficiales del FBI y terroristas, continuaron después la celebración en bares y cantinas y en los locales de las organizaciones contrarrevolucionarias, inundaron las ondas radiales, todos ellos, juntos, con sus desvergonzadas diatribas y sus amenazas contra cualquiera que en Miami se oponga a las fechorías anticubanas. El mismísimo jefe local del FBI recibió el homenaje público en emisoras de la “radio cubana” que abogan todos los días abiertamente por la guerra y el terrorismo donde hizo perfecto coro con los más notorios criminales.
Entretanto desde el 26 de junio hasta el 13 de agosto los cinco fueron encerrados nuevamente en el “hueco” . No habían cometido falta alguna. Nada justificaba esta nueva violación a sus derechos y a las normas carcelarias. Se trataba de un acto de estúpida venganza para castigar su entereza pero era también una forma de tortura con el deliberado propósito de ablandarlos y de impedirles prepararse adecuadamente para la fase siguiente y final del proceso: las vistas de sentencia para el siguiente mes. Los 17 meses del confinamiento inicial tuvieron por objeto hacer imposible la organización de la defensa, los 48 días de total aislamiento que otra vez se le impuso buscaban evitar a toda costa su preparación para la única oportunidad que tendrían de hablar directamente ante el tribunal. Por eso fue cuando, tras insistentes reclamaciones de sus abogados, fueron devueltos a sus celdas habituales, les restringieron la comunicación telefónica, les retiraron buena parte de sus pertenencias y les dejaron apenas un pedazo de lápiz para escribir. Primero trataron de hacerles imposible defenderse, ahora intentaban que no pudiesen denunciar el crimen que contra ellos se cometía.
Originalmente la señora Lenard se proponía dictar sus sentencias en el mes de septiembre. Pero sucedió el atroz ataque a las Torres Gemelas el día 11 y quizás su fina sensibilidad la llevó a alejar de esa fecha el homenaje que ella, que también vive en Miami, rendiría igualmente a los terroristas.
Lo hizo en diciembre. Impuso a los cinco condenados las sanciones más severas a su alcance, desestimó las posibles atenuaciones sugeridas por los oficiales probatorios, acogió las agravantes solicitadas por la fiscalía, y actuó como un eco del odio y los prejuicios anticubanos que habían envenenado todo el proceso y lo expresó nítidamente con palabras y con la irracional desmesura de las penas que impuso. A Gerardo Hernández dos condenas a prisión perpetua, más 15 años; a Ramón Labañino una cadena perpetua más 18 años; a Fernando González 19 años de cárcel; a René González 15 años de prisión y a Antonio Guerrero cadena perpetua más 10 años.
Pero sus voces no fueron silenciadas. El largo, brutal y profundamente injusto encierro no los arredró, ni los debilitó las torturas y las presiones psicológicas o la ausencia de sus familiares y sus amigos, nada doblegó su espíritu indomable. Carentes de lo más elemental para organizar sus ideas y plasmarlas por escrito fueron capaces de alzarse sobre la inmundicia que intentaba aplastarlos y hacer los formidables alegatos que reproduce este libro.
Lejos de acogerse a la filistea tradición norteamericana que ofrece esa oportunidad final a los acusados para mendigar con el arrepentimiento la clemencia de sus jueces, los cinco jóvenes denunciaron y desenmascararon a sus acusadores, pusieron al desnudo toda la falsedad y la arbitrariedad de un proceso amañado desde su origen y reafirmaron su inconmovible fidelidad a su Patria, su pueblo y sus ideales.
Al momento de escribir estas líneas los cinco héroes estaban nuevamente separados y aislados, de nuevo en algún “hueco” , pero no se sabe exactamente en qué lugar se encuentran. Sólo se sabe que Gerardo será enviado a la prisión de Lompoc ubicada en el estado de California; Ramón a Beamont, Texas; Fernando a Oxford, Wisconsin; René a Loreto, Pennsylvania, y Antonio a Florence, Colorado. Quien observe un mapa de Estados Unidos comprenderá que seleccionaron a cinco puntos, lo más distanciados y dispersos en la geografía norteamericana para –además de cortar toda vinculación entre ellos- hacer extremadamente difícil la comunicación con sus familiares que residen en Cuba y con los representantes diplomáticos cubanos que, conforme a las normas internacionales, deben tener acceso a ellos.
Son cinco prisiones de máxima severidad a donde seguramente envían a personas convictas de los peores crímenes. Conociendo ya la brutalidad de que son capaces las autoridades en un lugar como el centro federal de detención, donde habían permanecido desde su arresto junto con otros detenidos a la espera de juicio, es fácil imaginar la crueldad que deberán soportar en las más duras prisiones de Estados Unidos. Es particularmente indignante y debe ser denunciado con la mayor energía el hecho de que Washington, ignorando principios, normas y prácticas universalmente aceptados, no reconoce el status de prisioneros políticos de estos cinco héroes de la República de Cuba.
La escandalosa perfidia de las autoridades norteamericanas en este caso pone completamente al descubierto su verdadera actitud ante la cuestión del terrorismo y la total hipocresía que despliegan a partir del horrendo ataque del 11 de septiembre de 2001. Los cinco heroicos jóvenes cubanos son castigados precisamente porque ellos sí, de verdad, al precio de sus vidas, lucharon contra los terroristas. Quienes les arrebataron la libertad y los vejan y denigran lo hacen porque ellos se atrevieron a enfrentar a desalmados criminales que fueron creados y todavía hoy son protegidos por esas autoridades. Cada hora que pasan encerrados en ese infierno es un insulto a la memoria de los que perdieron la vida aquel 11 de septiembre y de todas las víctimas del terrorismo. Es también una afrenta para todos los que creen en la dignidad y la decencia humana. El pueblo cubano no dejará de luchar un solo instante hasta que sean liberados y puedan regresar a sus hogares y a su Patria. Para lograrlo reclama la urgente solidaridad de los hombres y mujeres de buena voluntad de todo el mundo.
La Habana, 11 de febrero 2002
Fragmentos del prólogo titulado Un sol que no se apaga para el libro publicado por la Asociación de Amistad con Cuba de Colombia, que contiene, los alegatos de Gerardo Hernández, Ramón Labañino, René González, Fernando González y Antonio Guerrero ante el tribunal de Miami al momento de ser sentenciados
Criada em Goiás associação de solidariedade a Cuba
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*Thaís Falone, vice-presidente da União Nacional dos Estudantes (UNE) |
Foto:Vinícius Schmidt Santos *
Por Sturt Silva
No último dia 23 de fevereiro, foi...
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